Viaje breve por la prisión
social
Encerrar a un ser humano en unos pocos metros cuadrados durante meses y
años. Controlarle, espiarle, humillarle y privarle de sus sentimientos. Sin
lugar a dudas la cárcel es una forma de tortura.
Y
sin embargo, a pesar de lo atroz de la tortura, la sociedad no puede
arreglárselas sin la cárcel. O mejor, podríamos decir que la cárcel no es una
simple emanación del Estado que intenta reprimir y/o aislar seres humanos
“desviados”, inadaptados, superfluos o indeseables. Al contrario, es una pieza
orgánica de la sociedad. Mirando bien la evolución de las cosas, podríamos
sostener que la cárcel no es una extensión de la sociedad, sino que la sociedad
es una extensión de la cárcel. Dicho de otra forma, la sociedad entera es una
prisión en la que las cárceles son sólo el aspecto más evidente y brutal de un
sistema que nos convierte a todos en cómplices y víctimas, todos encerrados.
Este texto pretende realizar un breve viaje al interior de los “módulos
y las secciones” de nuestro mundo, un viaje que no pretende tratar a fondo el
tema, sino señalar responsabilidades, porque, como se ha dicho muchas veces: la
injusticia tiene un nombre, una cara, una dirección.
Sobre el abolicionismo
La abolición de la prisión no es posible sin la abolición o, mejor
dicho, la destrucción de las relaciones sociales actuales. Los que todavía
defienden la posibilidad de eliminar la tortura que conlleva el encarcelamiento
en este mundo cometen un grave error, y realizan – incluso si se puede reconocer,
en algunos casos, su buena fe – una obra claramente conservadora.
Pretender eliminar el uso del encarcelamiento por el Estado argumentando
que la cárcel no siempre ha existido (que incluso es una invención más bien
reciente), en el mejor de los casos, no lleva a nada. Y en el peor, como ocurre
con demasiada frecuencia, conduce a formular tesis que tendrían como objetivo
reinsertar al “desviado” en la sociedad mediante coercitivas alternativas. En
realidad lo que proponen es superar la cárcel mediante un “realineamiento”
forzado del individuo integrándolo en un proceso de reeducación cultural, moral
e intelectual. Es decir, anestesiando definitivamente el libre albedrío. En ese
sentido, el Estado moderno ya ha avanzado bastante y no necesita la ayuda de
ningún tipo de democratismo abolicionista. Las mazmorras, las correas de cuero
y los castigos corporales sistemáticos (que no han desaparecido completamente)
han dejado lugar a métodos de coerción más sutiles cuyo objetivo, más allá de
la redención de los cuerpos, es también el de la destrucción de las mentes. El
recurso de la psiquiatrización de los reclusos, la “reinserción” mediante el
trabajo social, los hallazgos tecnológicos como el brazalete electrónico, son
todas prácticas dirigidas a romper las hostilidades y a convertir al “desviado”
en su propio policía. Mediante este enésimo recorrido coercitivo llevado a cabo
por el poder, podemos ver mejor que nunca hasta qué punto los muros de la
cárcel abarcan toda la sociedad.
Si tomamos las cárceles como una generalización del castigo a un nivel
industrial y concentracionario, se convierten entonces en la expresión de un
sistema político y económico particular, y consecuentemente en algo
ineluctable. Cuando la evolución de la dominación necesite adaptar el castigo a
las nuevas condiciones y necesidades políticas y económicas, no dudará en
superar la cárcel. Por tanto la humanidad no se ha librado de la esclavitud, de
los suplicios ni de la horca; sino que la política ha adaptado sus medios coercitivos
y punitivos a las exigencias (mercantiles e ideológicas) de la producción. La
cárcel, entendida como muros y rejas, se reafirma con la revolución industrial,
se modifica con la superación de esta última e incluso factible que sea otra
vez superada y/o transformada en el futuro.
Sin embargo esto no significa que la cárcel, entendida esta vez como
sociedad y como necesidad política (de encierro y de control), desaparezca.
Como ya hemos visto a través de la historia, la red coercitiva, al contrario, tiende
más bien a estrecharse en la medida en que la apariencia de lo “obligatorio” se
vuelve más borrosa e impalpable.
Sobre la destrucción de la
prisión
Si partimos pues de la convicción de que la cárcel es inherente a esta
sociedad y de que por el momento el sistema de dominación actual no puede
separarse de ella, entonces parece evidente que querer la destrucción de las
prisiones va ligado a la destrucción de las relaciones sociales actuales. En
pocas palabras: para estar en contra de la prisión hay que ser inevitablemente
revolucionario. Esta afirmación puede resultar algo banal y absoluta, pero en
realidad ilustra los límites, incluso el límite principal, de las diferentes
luchas emprendidas contra las cárceles. Pensar en implicar a personas que no
tienen una visión revolucionaria en una lucha contra la existencia de las
cárceles sería como pensar en implicarlas en una batalla que supone la
eliminación del dinero. Parece claro que para fijarse tales objetivos, hace
falta superar la parcialidad de una lucha y llegar a una visión y una crítica
de la totalidad de lo existente.
Sin embargo, la ingenuidad de numerosas luchas contra la cárcel ha
conducido a tratar esta cuestión como algo en sí, como un elemento más de la
dominación, y no como uno de sus pilares. El problema reside en que las
cárceles no son ni un vertedero ni una autopista contra los que sería posible
desarrollar una oposición que permanezca en el seno de la dominación.
Por tanto el esfuerzo no se tendría que dirigir a la sensibilización de
personas sobre un tema que en sí presupone una crítica revolucionaria, o un
simple apoyo “solidario”, sino más bien a demostrar que la cárcel es asunto de
todos porque se encuentra en todas partes. En pocas palabras, tendríamos que
actuar sobre todo en la práctica para superar las separaciones entre la cárcel
vista como muros y cadenas y la prisión social vista como un conjunto de
estructuras y relaciones.
Los posibles “compañeros de viaje” que podríamos encontrar por el camino
seguramente no se convertirían en revolucionario al escuchar nuestro sermón
contra las cárceles, pero quizás podrían convertirse en nuestros cómplices como
presos en lucha contra una sociedad-cárcel que nos oprime a todos.
Sobre la incriminación de
la miseria
Las condiciones económicas actuales y el giro autoritario de los
gobiernos implican que todos los pobres constituyen la futura “presa” de las
cárceles. La vieja máxima según la cual “has cometido un error, lo pagas”
aunque siga presente dentro de la ideología de algún ciudadano obtuso, está
ampliamente superado por los hechos: no es sólo la elección de la
extralegalidad o de la ilegalidad lo que determina la falta, sino la simple
condición de clase. Las tenazas legislativas que se estrechan cada vez más
sobre la carne de los pobres demuestran claramente que es la pobreza la que es
incriminada y perseguida y no el acto en sí. A medida que se extiende la
miseria, hay cada vez más gestos inscritos en los códigos penales, hasta dejar
claro, incluso a los más ciegos y optimistas de los explotados, que las puertas
de la prisión se cerrarán tarde o temprano también sobre ellos.
En la sociedad actual, la figura del criminal está desaparecida para
dejar paso a la del culpable. Es por eso que todos, habitantes de la sociedad-cárcel,
estamos destinados de modo intercambiable a pudrirnos detrás de unas alambradas
o de otras: poco importa que se trate de las de un centro penitenciario o de un
Centro de Internamiento para Extranjeros, de un psiquiátrico o de un campo de
refugiados.
Siguiendo esta lógica, no es tan paradójico ver que a pesar de todo el
recrudecimiento de la violencia, síntoma de la guerra civil planetaria, no es
tanto aquella en sí la que es perseguida (ya que no es una amenaza para el
status quo sino más bien su sabia vital), sino el simple hecho de existir y de
ser. Lo volvemos a repetir, a las personas se las castiga, encierra – y a
menudo elimina – porque son pobres y/o superfluos para el funcionamiento
productivo y mercantil, y no porque constituyan una amenaza de hecho actuando
de forma extra legal.
Por tanto no es casualidad si el día a día dentro de las cárceles, en la
expresión de las relaciones sociales entre presos, guardias, administradores y
en la interacción entre todos ellos, no se apoya tanto sobre la fuerza de la
coacción, sino más bien sobre la recomposición – en miniatura y de forma
exacerbada – de las mismas relaciones sociales alienadas vividas más allá de
las rejas.
Sobre la reproducción de
las relaciones
La imbecilidad de los caballeros de los “derechos humanos” reside en la
afirmación de que el encarcelamiento conlleva en sí una agravación del
comportamiento de los individuos una vez puestos en libertad. Se dice que la
cárcel es una escuela de violencia y de embrutecimiento de los seres humanos. A
través de estas simples consideraciones, vemos cuál es el vínculo mórbido que
mantienen estas “buenas almas” del derecho con el sistema que nos rodea.
No es la violencia de la cárcel la que entra dentro de la sociedad, sino
más bien al contrario: el sistema jerárquico, los abusos de poder, el machismo
y la sumisión vividos en las relaciones entre presos son las mismas relaciones
que cada uno de nosotros lleva dentro de la sociedad-cárcel. La cárcel refleja
lo que hay afuera, y no al contrario. Si hay que buscar las causas de las
relaciones alienadas dentro de la cárcel, entonces esta cárcel es el todo, la
totalidad de lo existente y de los seres que están contaminados por el
encarcelamiento.
Sobre las prisiones morales
y educacionistas
Si por prisión entendemos la coerción de los cuerpos y de las mentes, la
alienación por y a través de los afectos, la jerarquía impuesta y la sumisión
obligatoria a las leyes (morales, jurídicas o de las costumbres), entonces se
hace evidente que la supervivencia a la que estamos condenados se desarrolla en
el interior de una prisión que no prevé ningún afuera.
Desde su edad más temprana, los “hombres civilizados” empiezan a purgar
sus penas en el interior de la sociedad cárcel, acostumbrándose así al
encarcelamiento como norma. La supuesta educación dentro de las estructuras
familiares y escolares sólo es el principio de una perpetuidad que nos convierte
alternativamente en presos y carceleros de la reproducción de la ideología de
la detención. En efecto, es en la norma y en la ideología en lo que se basa la
aceptación pasiva de la condición de preso: desde pequeño, el individuo aprende
casi inmediatamente la sumisión (llamada ideológicamente respeto, aunque no
comporte ninguna base de reciprocidad) hacia la autoridad y las jerarquías. La
relación con el padre, los progenitores, los profesores o el cura no se
instaura “naturalmente” por elección y voluntariamente, sino que es un deber.
Dentro de tales relaciones, el comportamiento de los guardias no tiene ninguna
importancia – pueden hacer cualquier cosa mientras permanezcan socialmente
investidos de su rol- más allá que la sensibilidad de los individuos presos: la
autoridad familiar y escolar ( o la de la comunidad, en las pocas situaciones
en las que su principio sigue intacto) actúan por el bien del preso, por su
futura reinserción, para que no cometa ningún “error”, y sobre todo para
asegurar que cuando crezca el pequeño individuo reproduzca los mismos
mecanismos en los que se basa toda la estructura del encarcelamiento.
Es bajo este principio del “castigo suplementario” como vemos claramente
cómo se aplica el método jurídico. El profesor o el padre no estipulan ningún
acuerdo con el sujeto en cuestión, pero imponen leyes que, cuando son
transgredidas, determinan el castigo del individuo y no necesariamente la
sanción de la trasgresión. Al igual que
cualquier aspecto de la vida social, es el hombre en su conjunto y en su
existencia el que es castigado y no el gesto en sí. Esta diferencia podría ser percibida
como algo desdeñable a partir del momento en el cual sancionar un acto implica
de todas formas “tocar” de una manera o de otra a la persona. Sin embargo se
vuelve fundamental cuando afecta a la construcción ideológica de la necesidad
de castigar y la culpabilización de las personas en su ser y no en su actuar.
La organización concentracionaria de las estructuras escolares y cada
vez más de las de ocio, son tan sólo una “muestra” ofrecida por la sociedad
para domesticar las mentes y los espíritus y para habituarlos a la permanencia
de las jaulas. Es en las incubadoras de la pasividad y de la alienación donde
las personas aprenden y estudian a conciencia de una “personalidad” doble y
paradójica, por un lado el hecho de vivir como una masa y por otro la idea
jerarquizada de colocarse por encima de esta masa (pero siempre formando parte
de ella). En resumen, esperando recibir una buena nota por parte de la
autoridad, incluso de convertirse en el primero de la clase, si es posible
humillando al último, pero siempre dentro de la clase.
Por tanto lo importante es que no nos preguntemos nunca si es justo que
alguien nos imponga una nota desde lo alto de algún estrado, una nota que no
esté ligada ni a nuestro mérito ni a una
actitud específica, sino a nuestro ser conjunto/estar juntos: al hecho de ser
personas en la cárcel.
Sobre la prisión de las
metrópolis
Basta con observar cualquier barro construido en estos últimos cincuenta
años para darse cuenta lo que somos para el poder. Basta con mirar los llamados
barrios populares, esos alvéolos en los que concentran y encierran a los
pobres, para que la primera imagen que nos venga la mente sea una cárcel. Todos
los gobiernos sucesivos han condenado de forma preventiva a los pobres por su
condición y su peligrosidad potencial. La sucesión y la permanencia de las
revueltas populares contra la arrogancia de los poderosos, inducidas por el
sueño de una vida diferente, hacen que la “reacción” se dote de instrumentos
para controlar y encauzar el descontento de la calle. Uno de esos instrumentos
ha sido la proyección y la reestructuración del urbanismo. Podríamos escribir
páginas y más páginas sobre esta cuestión e incluso así no acabaríamos de
enunciar la impresionante cantidad de monstruosidades concebidas y construidas,
sobre todo las de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, en vista de los
disturbios recientes en diferentes ciudades del mundo, el aspecto más
directamente concentracionario del monstruo metropolitano merece una atención
particular.
La arquitectura de las periferias es el triunfo de la alineación. Los
barrios son lugares en los que se amontonan subalternos para que revienten en
su atomización social e individual, mientras que por todas parte se levantan
edificios de cemento armado con la obsesión del control, a imagen de esos
largos corredores llenos de rejas que filtran los accesos de las personas
potencialmente peligrosas en los lugares de reproducción del mercado y del
poder. Con este dispositivo, si los exilados del “sueño del proletariado” se
cabrean y golpean contra los barrotes e incluso queman su celda, se vuelve
todavía más fácil para el guarida cerrar esos corredores bajo llave, controlar
las salidas y las entradas, antes de disparar desde lo alto de las torres de
control. Es así como controlan con cámaras de video vigilancia (ubicadas en
cada esquina) secciones enteras de las metrópolis, las comunicaciones entre los
guardias son permanentes y los aparatos informáticos, las fibras ópticas y los
sistemas por ondas (los cables y las antenas son colocados en toda la cárcel)
permiten una coordinación rápida de las fuerzas represivas. La arquitectura de
la contención ha realizado un salto cualitativo: antes, se encerraba a las
personas en cárceles después que se rebelasen; ahora ya están ahí.
En
ese contexto, la revuelta de los presos se ve con frecuencia marcada por el
encarcelamiento mismo, es decir, centrando su ataque contra partes marginales
de la prisión sin tocar su sustancia, incluso oponiendo el mito y la defensa de
la prisión a un detalle de esta. ¿Qué significan por ejemplo frases como “la
defensa del barrio”, “mi ciudad”, “la policía fuera de nuestras calles”, sino
una apropiación de la ideología del encierro? ¿Cómo podemos definir como
“nuestra” la cárcel que ha sido construida contra nosotros? Los barrios son el
reflejo del encierro al que estamos condenados y de las relaciones que nos han
sido impuestas. Como tales, pertenecen al poder. Y de todo lo que pertenece al
poder no hay nada que salvar.
Con esto no queremos decir que tengamos que quemar los edificios en los
que vivimos, o al menos no inmediatamente, sino que romper momentáneamente el
control sólo es posible abandonando las falsas pertenencias creadas por la
ideología carcelaria, para sabotear, realmente las redes de control, sin nada
que preservar.
Sobre el encarcelamiento de
las mentes
Si la sociedad es una cárcel, se encuentra por todas partes, y por lo
tanto no existe ningún exterior. En realidad, no podemos escapar porque
simplemente no hay ningún lugar a donde ir. Esta situación que no nos deja
ninguna “salida de emergencia” es objetivamente insoportable, es fuente de
desazón, dolor y desconcierto. La posibilidad de encontrar un espacio en el
cual construirse un pequeño rincón de libertad parcial ha sido perdida
definitivamente con el triunfo de la alienación dentro de las relaciones. En
cuanto a la posibilidad real de subvertir las relaciones existentes, se hace
esperar, e incluso parece que de todas formas sólo le interesa a un número
reducido de personas.
Partiendo de esta constatación, el poder ya no tiene ninguna necesidad
de mentir y ha pasado de una propaganda según la cual “este es el mejor de los
mundos posibles” a otra que dice: “a pesar de todo, este es el único mundo
posible”. Sin embargo siendo consciente de que la anestesia es cada día más
necesaria para soportar esa existencia, la dirección de la penitenciaría social
ofrece a sus “huéspedes” las únicas “evasiones” posibles: las relacionadas con
el espíritu.
El ocio y la distracción de las masas proporcionadas en los estadios y
durante las “vacaciones” acaban con cualquier estallido de pensamiento autónomo
– ahogándolo en el éxtasis artificial y obsceno de la jauría festiva- , pero
parece que ya no bastan para parar la gangrena de los seres condenados a la
cautividad. Desde hace unas décadas, y desarrollándose cada vez más, se nos
ofrece también por todas partes una evasión mental suplementaria gracias a las
diferentes sustancias psicotrópicas. Drogas de todo tipo y de diversa naturaleza,
ofreciendo un alivio provisional, construyendo además una nueva cárcel dentro
de la cárcel.
En el juego de las muñecas rusas del encierro, el director puede al fin
alcanzar las últimas fases del control y planificar las bases de una sociedad
de la espera infinita: la de un mundo psiquiatrizado. Un mundo de
anesteciamiento en donde lo insoportable se vuelve soportable, vivible. Y como
en toda lógica de acomodación, cuando algo se vuelve soportable, ya no sentimos
la exigencia de cambiarlo. Para transformar los pensamientos en algo
inofensivo, ya no hay necesidad de destruirlos o de mistificarlo: basta simplemente
con impedir que nazcan, desde su “alumbramiento” a su intención.
Podemos decir que la evasión que no pasan es el fracaso de toda razón de
la libertad. Llevan a cabo la misma odiosa función que una hermanita de la
caridad en un campo de concentración, con la única diferencia que las drogas
(legales o no) ni siquiera sirven para aliviar las heridas superficiales.
Tomar el camino de la destrucción de la cárcel social ignorando la
construcción constante de camisas de fuerza en nuestras mentes sería como
intentar abolir del Estado salvando al ministerio del Interior. En el mundo
moderno, es más necesario que nunca redefinir las responsabilidades de la
coerción, con el fin de ver más claramente cuáles son los intereses (y por
tanto nuestros objetivos) de los que nos quieren enchironar - tanto en el interior como en el exterior de
uno mismo-.
Ya es tiempo de empezar a afirmar sin tapujos que el político, el
psiquiatra, el policía y el traficante de drogas tienen todos la misma
responsabilidad en nuestra opresión. Lo mismo que se debe ligar la suerte del
cura, el “ciudadano” o el ideólogo que hace apología (incluso dentro del
rollito) de las drogas como “substancias liberadoras”.
Sobre el encarcelamiento de
los cuerpos
El rol imperfecto de la religión en la gestión delegada de la vida y de
la muerte, de la esperanza (o tolerancia) frente a tanto mal y a tantos abusos
sufridos por las personas, se ve hoy “finalmente” ayudado por una nueva
religión laica: el cientificismo.
En esta democracia podemos elegir: nuestro cuerpo puede pertenecer a
Dios o puede ser puesto en manos de la Ciencia. Los más pretenciosos pueden
igualmente conciliar los dos aspectos entregando éticamente su alma a Dios y su
cuerpo a los científicos. La evolución de los conocimientos ha permitido, en
nombre del bienestar colectivo, penetrar y tomar el control de una gran parte
del sistema humano. En la actualidad hemos llegado al fichaje y a la
cartografía genética. Los miles de nuevos Lombroso, encerrados en los
laboratorios de todo el mundo, vuelven incluso a perfeccionar sus técnicas para
descubrir al criminal que vive dentro de cada uno de nosotros, esta vez sin
partir de las medidas del cráneo, sino de los genes.
En una sociedad medicalizada que produce una gran parte de los males y
posee al mismo tiempo el monopolio y el control de sus remedios, los
científicos poseen uno de los poderes más grandes que existe: el de preservar
la vida. También es evidente que esas consideraciones no son más que una parte
de la realidad mientras que el poder principal reside –como en el caso de la
religión- en el hecho de infundir una esperanza frente a una vida, o mejor
dicho a una calidad de supervivencia, atormentada.
Sin embargo desde lo alto de su poder, los chacales de bata blanca se
reparten los trozos de nuestros cuerpos y, dentro de la prisión, nos hemos
convertidos en cobayas potenciales a sacrificar en nombre del progreso. No nos
pertenecemos a nosotros mismos, somos instrumentos y no sujetos del debate. Los
distintos Santos Oficios y demás Comisiones Científicas de la Bioética se pasan
la pelota, pretendiendo dictar cuánto podemos vivir, cuándo podemos morir, a
quién pertenecemos y cuándo podemos curarnos. En el nombre de Dios y en el
nombre de la Ciencia. Nunca
en nuestro nombre. Para ellos, no contamos, somos tan sólo simples presos de
los cuerpos que nos han prestado.
Sobre la evasión imposible
y la subversión necesaria
Hemos visto extensamente que no hay ninguna posibilidad de evadirse de
la prisión social y que esta última se extiende a todos los aspectos de lo
existente: por tanto la única posibilidad que queda es la de de la “destrucción
desde el interior”. Es a través de la subversión de las relaciones sociales que
podemos volver a empezar a construir los espacios de libertad que nos son
negados. Y para conseguirlo, hay que empezar a deshacerse de los obstáculos que
se interponen entre nosotros y nuestro deseo de emancipación, sabiendo que el
camino revolucionario no es un camino abstracto, no más que los mecanismos, las
estructuras y las responsabilidades de la segregación.
En efecto, los espacios de libertad no se abren automáticamente en la
revuelta y vemos que el límite en la conflictualidad social actual entre la
implosión de la guerra civil y la explosión de la guerra social es sutil. Pero
también es verdad que sólo en los momentos de sublevación se libera un espacio
físico y temporal en el cual es posible construir e inventar las bases para
unas relaciones liberadas.
El apoyo dado a las revueltas de los presos de la prisión social no debe
ni puede seguir siendo acrítico y apologético. Debe transformarse
necesariamente en una posibilidad de complicidad constructiva: una vez más, es
en la dialéctica que se instaura entre los insurrectos en un momento de ruptura
donde emergen las posibilidades de trazar el camino de la guerra social.
“Nuestro deseo” es el de contribuir a determinar el paso que haría que los
presos no se rebelen más como presos de la cárcel social, sino como individuos
que aspiran al aniquilamiento de toda coerción.
Es inútil esperar estar a la altura del objetivo, se trata sobre todo de
dotarnos inmediatamente de los medios necesarios para serlo y basta.
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